Manuel del Pozo en Expasión
Tengo sólo 48 años y en mi empresa han decidido que ya estoy amortizado, que ya no doy más de sí y que es mejor sustituirme por un becario bilingüe con dos carreras, tres másteres y un salario basura.
Mi experiencia y mi conocimiento han sido derrotados por ese nuevo Dios llamado reducción de costes. Eso sí, me lo han comunicado muy delicadamente: se trata de optimizar recursos para seguir creciendo.
¿Quién soy yo para negarme a optimizar recursos? La oferta que me hace César Alierta es muy generosa. Él se sacrifica y no pone límite de edad a su presencia como presidente de Telefónica. Y a mí, en cambio, me premia ofreciéndome vacaciones indefinidas a los 48 años. No sólo me hace el favor de quitarme de trabajar, sino que me da el 70% del sueldo hasta que cumpla los 61 años y el 34% a partir de ahí hasta los 65 años para complementar la pensión.
A Telefónica le han inoculado el virus de las prejubilaciones que parece infectar a muchas grandes empresas. Son estas mismas compañías que hace unos meses alardeaban de la importancia del talento, de la experiencia y del conocimiento. Yo formaba parte de lo que muy pomposamente llamaban capital humano. Ahora han cambiado de discurso y he pasado a ser un recurso productivo más y, como tal, me tienen que optimizar.
¿Qué me prejubilan porque soy un empleado nefasto? Pues habría que despedir también al empresario que me lleva pagando 25 años por no dar ni palo.
Estoy de acuerdo en que hay que dar paso a los jóvenes porque ellos son el futuro, y considero también que es necesario desprenderse de esos empleados apáticos, resabiados, encadenados a la silla y cuya única misión en la vida es quejarse y taponar cualquier nueva idea que se proponga. A éstos hay que prejubilarlos con patada en el culo incluida, pero me niego a aceptar esa presunción de culpabilidad que se vierte sobre muchas personas por el simple hecho de ser veteranos.
Las empresas y la sociedad están asumiendo las prejubilaciones con una frivolidad pasmosa y sin pensar en las consecuencias. Porque no sé ustedes, pero yo no pienso morirme nunca, con lo que le voy a salir por un pico a la Seguridad Social. Para las compañías, esto de prejubilar puede ser un medio de reducir lastre y dar entrada a carne fresca mileurista -algo que a la larga termina penalizando a la empresa-, pero para las cuentas públicas se convierte en un revés importante.
La edad de jubilación a los 65 años se estableció en España en el año 1966, pero después de 40 años la esperanza de vida ha pasado de los 7o años a los 83 actuales, con lo que parece lógico que se reflexione sobre la conveniencia de alargar la vida laboral, como están haciendo en Alemania donde van a llevar la jubilación hasta los 67 años. Porque si no, las cuentas no salen. España destina el 10% de su PIBa pensiones, pero el incremento de la esperanza de vida, unido a que los jóvenes cada vez tardan más en empezar a trabajar, implica que en 2050 habrá un cotizante por cada dos jubilados. ¡Imagínense lo que va a tener que trabajar cada empleado para dar de comer a dos pensionistas!
Convertirme en un jubilado prematuro a los 48 años tiene el riesgo añadido de que me pueda echar a la mala vida y a los vicios. Está demostrado que los prejubilados son más vulnerables al abuso de sustancias -principalmente alcohol- y son más proclives al divorcio, ya que a ver quién me aguanta a mí todo el día en casa los próximos 30 años.
No puedo pasear con mis nietos porque no tengo, y mis hijos -en edad universitaria- se avergüenzan de que sus amigos les vean conmigo. Soy consciente de que ya sólo me quieren para la paga semanal, pero ni se me ocurre quejarme, porque ellos van a ser los que elegirán la residencia en la que voy a pasar los últimos años de mi vida.
Me puedo dedicar a viajar -que es mi gran sueño-, pero no tengo dinero y supongo que esa luna de miel de diversión no duraría más de seis meses. Después de eso, necesitaría tomar medidas para dar un nuevo propósito a mi vida. ¡Qué bonito es trabajar!
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